Duermevela de un esclavo

Duermevela de un esclavo

Me gustaba quemar libros


Cada uno tiene sus filias y fobias. Es partidario de usar la diplomacia a su manera… como el clásico, el puño de hierro en guante de seda… o como yo, a la pata la llana. Unos aman los libros de modo vehemente… y, piden respeto por respeto… Otros, no recomiendan tal, y si cual… Yo, soy partidario de las hogueras, nada inquisitoriales… quemar después de leer las obras guardadas de Alonso Quijano. Sin linaje ni patria… que una vez absorbidas, las he honrado. Durante mi vida he quemado libros como leña para resguardarme del frío intelectual que me rodeaba. La de gilipolleces que he tenido que escuchar de amigos y compañeros lectores sobre mi horrenda inclinación distópica a la contemplación de un pequeño, purificador fuego voraz incinerando por ejemplo irónicamente Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Porque yo no tengo la capacidad de recomendarle a nadie que lea tal o cual libro, y mucho menos entiendo del placer de ser decepcionado por tal o cual autor. Es más, me permito el lujo tan sólo de aconsejar algo un poco temerario… si te gusta mucho, pero mucho una obra cualquiera y estás llegando al final de ella, deja de leerla. Olvídala. Incrusta el libro entre una novela de Stephen King y A sangre fría de Capote. Durante mi vida confieso que he comprado unas ocho veces y me he encontrado de frente otras tantas con el Ulises de Joyce. Y abre leído unas dieciséis veces el capítulo uno... si no el doble, unas treinta y dos o así… si no más. He quemado esa novela de todas las maneras posibles. En una sartén con aceite como si friera un huevo frito en una cocina cualquiera, la he tirado en una hoguera de campamento tras rebozarla en barro, la he pasado por el microondas, ha ardido en una chimenea con ese cabrón de Nietzsche. La detesto. Claro que no tanto para no recomendarla… o para, decirle a alguien… oye tú, no la leas… que cada cual tome con los jodidos libros sus putas decisiones. Leer y perderte en miles de fantásticos universos imaginarios es la mejor y más maravillosa de las drogas que ha inventado el hombre. Gracias a ellos, a los libros, mi infancia y adolescencia no fue un absoluto infierno, tan sólo… un penoso infierno soportable donde empezar a chamuscar volúmenes formaba parte del balance intelectual de aquellos años pútridos sin mortadelos. Además con el tiempo, y una perfecta responsabilidad llegue a quemar un incunable y no me he arrepentido nunca. Un viejo hermano "de sangre" lo definió en su día como crimen masónico, de esos que se limpian con una ducha y un trago de buen Mortlach.
Quemar libros o no hacerlo fue una terapia de choque de mi penosa adolescencia y posterior juventud. Y siempre he pensado y reflexionado sobre ello. Si era lo correcto, o no. Para mi, lo principal siempre han sido los libros que he salvado de mi "intelectualidad asalvajada". De mi pasión literaria de devorador de palabras. Donde he quemado "tiempo" entre experiencia vital, y dejar transcurrir la vida como los minutos de descuento de un insufrible partido de fútbol amañado. Más que libros, he respetado autores… Nunca quemé y tuve motivos para quemar algún Borges… no he quemado ningún García Márquez ni ningún Benedetti. Ni a Alberti, ni a Machado ni a Quevedo… Pero nos calentaron otros a la vieja guardia masónica en reuniones semisecretas de chimeneas “brujeriles” y legajos… escocés y principios: Llevar a la hoguera El origen de las especies con La vida es sueño de Calderón, y las Novelas Ejemplares del pobre Miguel de Cervantes en compañía de la Lolita coñazo de Nabokov. Dudo que pocos hombres se hayan metido en una pelea a puñetazos alternos por salvar El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, yo lo hice… y aun me duele el mentón. Uno tiene sus cánones y medidas morales. Ahora no soy más sabio que entonces, más bien todo lo contrario, me he convertido en una acémila pensadora, en un asnado “intelectual” embrutecido por la villana observancia del ganado presuntamente letrado y bien estabulado por los convencionalismos sociales. Ya me he civilizado y no quemo libros, en lugar de ello procuro ignorarlos. Y escribir lo peor que puedo lo que me sale del bolo y el meollo. Y la verdad, lo confieso: Me gustaba quemar libros. Quemar basura como el Mein kampf y El extranjero de Camús, porque sí… y Los miserables por ser la obra literaria favorita de mi padre maltratador y lector impenitente entre paliza y paliza. Mas lo triste es que no pude incinerar nunca en su presencia Robinson Crusoe aunque viera las cenizas cierto verano de playa entre ida y venida mía del infierno balcánico. Mi entonces mujer se cabreo conmigo por quemar también Orgullo y prejuicio. ¡A la mierda!. A parte que por aquellos días ya ni nos hablábamos. Mi tío Antonio participaba a su manera, con el Conde de Montecristo fumando su faria… entre Gitanes. La náusea ardió entre El primer hombre de Roma y los Hijos de la medianoche en aquella siesta de anís y pacharán post-paellero que fue un primor. Para mi desgracia, ahora tengo un pelotón de fusilamiento de libros frente a mí que piden venganza entre sorbo y sorbo de café con leche.