Los libros son importantes, hasta que dejan de
serlo. Durante años he sido un implacable lector omnívoro. Lector oportunista,
consumidor de toda clase de proteínas narrativas animales y vitaminas
poético-vegetales… y fiel criador de estiércol literario. Un composto propio di
merda chimica. Los libros me han salvado de la locura de mi vida. Aquí va una
pequeña lista de mis libros importantes sin orden ni concierto y algunas
razones de la cordura que me dieron cuando todo se desmoronaba a mí alrededor. (También "razones", de porque incinerar algunas palabras... ¿o no?) No
es un catálogo ordenado con "orden y concierto", mis años de “humanidad”, tampoco lo son…
pero hay cosas que simplemente no es que no se pueden contar mientras sigues
vivo, es que no se deben saber ni cuando sus protagonistas hallamos muerto. El
principito lo leí y releí unas seis veces en 1.993 en Bosnia, lo llevaba
siempre en el bolsillo derecho pegado cerca de la rodilla en el pantalón de
camuflaje. Era parte de mi protección antibalas contra la paranoia. Y a menudo
me refugiaba en mi propio planetoide-asteroide para sobrevivir, así de simple. Y
no tengo más que contar. Con once años consumí La metamorfosis de Kafka, que
releí con catorce entre comics de Metal Hurlant y el Víbora. Siempre encontré
pueril a Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape… y demás etcéteras y fui un bicho
raro. Cuando mis compañeros de clase escuchaban el Don't go breaking my heart de Elton John en los
Cuarenta Principales yo iba a El Corte Ingles de la actual Castellana a mangar discos
de los Status Quo. Entre medias y para no morirme de asco en los albores de la
democracia de una perdida adolescencia resudada con tropezones tardo-franquistas,
le daba carne a la picadora con La España invertebrada mientras mis hermanos
leían esa bazofia que nunca llegue ni a rozar y ha sido mi kriptonita
“intelectual” llamada Dune. También echaba hasta la primera papilla con Enid
Blyton.
Y no me
duelen prendas en confesar que la primera vez que leí el Quijote fue por
obligación “coyuntural”, y las otras tres por obligación ancestral. Y que poder
recitar poemas de Quevedo, Machado o Alberti de memoria ha sido en alguna
ocasión la llave mágica de las esposas que maniataban mi mala conciencia de esa
parte militarista y retrograda que emponzoña todo lo castrense. Porque a mi
modo yo he sido un terrorista retórico-literario llevando en el pantalón de un
desfile una edición barata de Los santos inocentes, o leyendo a Gerald Brenan a
calzón quitado en cien mil una cantinas roñosas de otros tantos
acuartelamientos de ídem. De hecho, cierta vez un viejo coronel amigo y con
antecedentes de rojo embozado cual servidor me llego a decir en pleno éxtasis
alcohólico-místico: ¡Cabrón, no te pongas a leer aquí La guerra de guerrillas
de Ernesto Guevara!... el valor, ya me lo tienes demostrado hijo de puta. Y
confieso que aunque sea de lo más políticamente incorrecto es más interesante
leer en una playita del Caribe venezolano el Main kampf que a Galeano, y que
para abrirse las venas en América Latina lo mejor era con una polarcita bien
fría el "materialismo y empiriocriticismo" de Lenin en modo droga
dura. Porque con el paso de los años uno llega a comprender que lo payés de
Josep Pla es de lo más cosmopolita, y Lorca un provinciano genial. Y te la
sudan lo que opine la cabaña ganadera intelectualoide que parecen haber sido
desvirgados en un “petite” comunitario por Murakami, Bukowski y etcéteras
sobrevalorados por reduccionistas al absurdo amigos de poetastros con bongós. Me quedo con
haber podido leer La fuerza de las cosas de Simone de Beauvoir con Lester Young
de fondo y un Hennessy sin nada dentro de las entrañas. Además me he permitido el
lujo de quemar tantos libros en plan Montag de Fahrenheit 451 con algunos
reparos: Un Dragó aquí, (que se joda el maldito fachiforme) un Premio Planeta
coñazo allá… casi podía escuchar a Alonso Quijano maldecid al Mago Frestón en
lugar de a ese puto grajo licenciado de Sigüenza. ¡Ya sabéis, mamones!.